De Ermita a Papa
Inspirado en una lectura de Tarot con una querida artista Stephanie Duran.
El Ermita conoce, conoce los adentros de las cuevas del alma, pero no las comparte, disfruta del silencio y lo confronta: vive en un mundo de soledad. Le encanta ser abrazado por el aire inmóvil, estéril, que cae sobre sus miedos y los apacigua. En esa serenidad, su sabiduría queda acotada a la falta de interacción. Cuando el artista no sale de su cueva, la cueva se lo traga, y su arte, al no ser expuesto se olvida, no se sabe que es arte, no se aprecia a sí mismo.
El miedo del Ermita lo mantiene en sus cómodas sombras, experimentar la vida nos enfrenta con la evasión que tenemos de la piel y nos invita a reencontrarnos con el cuerpo. Se nos ha olvidado que estamos hechos del aire que respiramos y de los fluidos que nos cruzan: la vida se nos olvida constantemente. El arte es una alarma de conciencia, nos regresa al cuerpo y al tiempo nos eleva al Edén de la imaginación. Cuando entramos en contacto profundo con el arte nos hace experimentar el Todo, es entonces que la emoción surge, se nos enchina la piel, se evoca un suspiro, una risa, una lágrima, una idea.
El arte nos regresa a la vida, cuando entramos en contacto con la vida desde la piel, desde la acción, desde las miradas y el afecto con otros seres humanos -vivos, naturales-, el espíritu despierta. Por su parte el arcano del Papa aparece en el reflejo, en contraparte nos miramos radiantes sin haber cambiado, nos revela la verdadera esencia, la que hemos ocultado en la caverna del Ermita: el Papa ha vivido el camino del diablo. Ha sentido los placeres, se ha acostado con las flores y ha sido desvirgado por ellas y sus espinas.
El Papa y el Diablo en el filo de la muerte y la memoria, agasajando en pecados, descubriendo que los pecados son solo capas de la naturaleza humana y que al aceptarse se desvanecen, se sobrepasan, se iluminan. Todo ser humano puede llegar a ser Papa pero no todo ser humano llegará. El diablo tienta a sus ilusiones, y sin darnos cuenta el ciclo de la vida se atora en ese juego sádico de la piel, del capitalismo y de la insatisfacción.
La luna que todo lo observe, ese satélite de lo humano, es un ojo externo que acaricia las emociones, pero también las alborota, con sus cuerdas invisibles maneja a los humanos entre las mareas de sus indecisiones. La luna mira la Ermita acostándose con su soledad y sabe que no se ha atrevido a vivir su experiencia. La Luna mira al Diablo de frente y ve todo el miedo que ha vivido y el que ha implantado en la humanidad -en el artista-. La Luna se compadece de un diablo con miedo.
Entonces entre en escena la Justicia, que sabe a bien decidir, la Justicia no permite que el Ermita se ahogue en su cueva, el agua tiene que fluir y al salir el Ermita vivirá del placer hasta experimentar el amor, y en el amor se esboza el Papa. Floreciendo de entre sus prendas desvaídas, desnudo y sin pudor, entregándose a la eternidad. Detrás de él, cual flautista de Hamelin, van todos los locos artistas sonando sus trompetas, viven la fiesta de experimentar sus potenciales soñados.
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